sábado, 22 de noviembre de 2008

La necesidad de descolonizar nuestra historia

Revisando la historia oficial del país, pareciera que no tuviéramos una historia propia, independiente de Europa, sus etapas, periodos y procesos. Hace algunos años venimos oyendo que hay que cambiar esta visión, pero las propuestas de cambio se quedan en lo semántico (evitar términos como “reyes incas”[1]), cuando la tarea es más compleja y a la vez, más simple. Quizás el problema sea que estas intenciones no son atendidas por la “academia” historiográfica.

Partamos por reconocer una realidad histórica: somos una sociedad colonizada[2], con todo lo que esto implica. En el siglo XVI este territorio fue invadido por una sociedad diferente, que estableció aquí su colonia, una dominación política, económica y también cultural, ideológica. Somos herederos de esa colonización y reconocerlo es el primer paso para comprendernos.

La mentalidad colonial

La colonización implica la dependencia de un territorio, población y sociedad a otra diferente, impuesta por la fuerza, pero no sólo por ella. Para someter un pueblo no basta ganar militarmente y políticamente, no basta el control económico y comercial, hace falta un discurso que justifique esa situación, tanto para los vencidos como para los vencedores. Sabemos que un pueblo derrotado podría buscar la revancha, recordando su pasado de libertad. Por eso para todo vencedor es tan importante controlar el discurso histórico, pues la historia es la forma básica de transmitir los valores y creencias de cada cultura, todo lo que explica la realidad, generando una visión común aceptada por los integrantes de su sociedad, incluidos los sometidos y subalternos. El pueblo vencedor también necesita explicarse su situación, para evitar contradicciones y disidencias internas.

En el caso andino, la conquista se justificó con el tema de la evangelización. No se estaba invadiendo América, se estaba llevando la fe verdadera. Así, cualquier abuso era visto como arbitrariedad, desviación, pero como un mal necesario. Por eso fue tan importante evangelizar a los indios, para que al ya ser cristianos, considerasen su conquista como un mal necesario, algo que podemos encontrar en testimonios como el de Guaman Poma, para quien la presencia española fue una “pestilencia” inevitable[3].

El tema aquí es ver cómo, en naciones postcoliniales[4] como la nuestra, a parte de la dependencia económica (y por consecuencia también política), existe una dependencia cultural, mantenida por las élites locales, pero reforzada por las clases dominadas. Esto es lo que llamamos mentalidad colonial.

Esa mentalidad se manifiesta en la visión que tenemos de nosotros mismos en relación a otras culturas. Comenzando por la idea del centro. Imaginamos que el mundo tiene un centro: la llamada cultura occidental (Europa y Norteamérica). Nos ubicamos como una sociedad periférica, reproduciendo sus ideas, creencias y costumbres, comparándonos permanentemente con ellas. No sólo las relaciones políticas y económicas que -al tratarse de la sociedad dominante- son inevitables, sino en los patrones culturales, el arte, las costumbres, hasta lo más cotidiano. No nos comparamos con África o Asia, porque son periféricos como nosotros, y cuando hablamos de Latinoamérica lo hacemos desde el lado occidental-criollo, desechando las particularidades indígenas y negras.

El otro gran rasgo de esta mentalidad es el racismo, invento moderno para explicar y justificar así la dominación occidental sobre otros pueblos. En este caso ya no fue la religión sino la ciencia, aunque con el tiempo esa visión ya no sea considerada científicamente cierta. El racismo nos proporciona una identidad subalterna[5]. Existiría una raza superior, no sólo triunfante y cristiana, sino biológicamente mejor que los demás, explicando así su dominación y privilegios. Esto nos hace considerar normal su dominio y nuestra dependencia, no somos occidentales (aunque seamos cristianos), pero tampoco podemos ejercer nuestra diferencia en libertad, debemos aceptar su tutela por que ellos son “superiores”.

Posibilidades de descolonizarnos

Se necesita destruir esa mentalidad, sustituirla por otra. Aquí el rol de la historia es fundamental, pues nos puede ayudar a comprender el proceso de colonización que hemos padecido, liberando nuestra memoria y así, poder buscar un desarrollo propio, tomando los aportes que creamos necesarios. Pues no se trata de rechazar lo occidental, sino de reconocer nuestra diferencia y las diferencias de todos los pueblos, algo que hasta hoy no nos es permitido.

Primero hay que romper la idea del centro único. Reconocemos el dominio occidental del mundo contemporáneo (especialmente de Estados Unidos[6]), pero no debemos ignorar la existencia de las demás culturas. Hay que descentrar la historia, ver Europa como una “provincia” más, que no es un continente geográfico como se suele decir[7] (redibujemos el mapamundi como hizo Peters), concediéndole el espacio justo, menor que el de regiones con historia más larga (Egipto, Asia Menor, China, India, México, los Andes). Hay que devolverle voz y rostro a las tierras que ellos negaron para la historia: África, América. En el caso andino, esto mismo hay que hacer con la amazonía, con los afrodescendientes, los olvidados por la historia inca-criolla.

Liberarnos del eurocentrismo implica reconocer que existen otras formas de relatar la historia, integrarlas en nuestro trabajo. Surge la necesidad de ver el pensamiento mítico como una forma de explicar la realidad y no como algo “superado”, si es necesario alterar las ciencias sociales como tales, pues hay que hacerlo. Los vencidos se lo merecen, total, la historiografía moderna tiene menos de 200 años, no es difícil transformarla. Algo importante es desechar las taras impuestas por el marxismo[8], el materialismo histórico y la unidad extrema (una sola clase, una sola cultura). Para liberarnos es imprescindible ser nosotros mismos, sin negar los aportes europeos, pero recogiendo aportes de todos lados.

La sociedad moderna se sustenta en la idea del progreso, sin embargo muchas culturas tienen una visión diferente. ¿Es posible complementar esas visiones? Ahí está el reto, pero quien no desee asumirlo está en su derecho, puede seguir siendo un “cronista real”, bien pagado y viajando a Europa de vez en vez. Los otros, las naciones marginadas[9], también se merecen su historia y sus historiadores, que tengan la capacidad de debatir con los conservadores y allí, el papel que los jóvenes científicos sociales puedan desempeñar es muy importante.


[1] Si bien la intención de liberarnos semánticamente es buena, queda limitada mientras el control de la historia siga en líneas coloniales.
[2] Colonia era el nombre de una población que se establecía en tierras lejanas (fenicios, griegos) donde reproducían su cultura y jamás perdían el contacto con su metrópoli, considerándose diferentes de los “nativos”. Recordemos que las repúblicas criollas mantuvieron la idea de la “madre patria” España.
[3] Esa contradicción en las voces indígenas del XVII (Guaman Poma, Santa Cruz Pachacuti, El Manuscrito de Huarochirí) es un reflejo de la contradicción entre sus críticas al orden colonial pero sin cuestionar la verdad cristiana.
[4] Los estudios postcoloniales (Said y otros) surgieron las últimas décadas del siglo XX en países recientemente independizados. En el caso latinoamericano, nuestra colonialidad mental fue reforzada (e incrementada) por la república.
[5] Los Estudios Subalternos de la India aportaron este término, que sirve bien para explicar la situación de sociedades dominadas, ya sean clases, etnias o incluso el género femenino (el aporte de Spivak es valioso)
[6] A pesar del poderío económico y militar de USA, culturalmente depende completamente de Europa, es algo así como Cartago o la Magna Grecia.
[7] El continente es Eurasia, y comparativamente, América podría considerarse dos continentes.
[8] El marxismo no se limitó a difundir sus ideas, las impuso. Así quería transformar la sociedad, pero en su paraíso comunista no desaparecía el eurocentrismo, el desprecio por la naturaleza y las culturas no modernas.
[9] Está demás recordar la inexistencia de la “nación” peruana como tal, producto de una división administrativa y fomentada por la visión dominante para sustentar el gobierno criollo.

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