100
años han pasado y parece que nos contentamos con celebraciones líricas y
comparaciones anacrónicas. Pero la historia no sirve si no sacamos lecciones.
El 15
de febrero de 1919 los obreros organizados lograron la jornada laboral de 8
horas tras fuerte lucha. La medida beneficiaba a un reducido sector de los
trabajadores de entonces pero abría las puertas a los derechos de los demás.
Esos años, apenas las ciudades principales de la costa contaban con
proletariado industrial, en la mayor parte del país (incluso en Lima misma) las
luchas sociales más sonadas eran encabezadas por comuneros, artesanos y otros
trabajadores no asalariados. Al menos en las ciudades, se venían organizando
sindicatos bajo orientación anarquista o católica, los primeros asumieron la
lucha por las 8 horas aun cuando no todos eran asalariados.
Así, el
triunfo fue sentido por todos los sindicatos. Los anarcosindicalistas pensaron
algo como “vamos por más”. Las jornadas por el abaratamiento de las
subsistencias, las universidades populares y la organización obrero-indígena
fueron sus siguientes pasos. Pero al mismo tiempo, iban siendo desplazados en
la conducción del sindicalismo por el marxismo, el “ejemplo ruso” era poderoso
y ofrecía mayor organicidad frente a la represión y la oligarquía. 11 años
después del triunfo, todos los frentes abiertos por los ácratas se hallaban
disminuidos, en ese panorama los marxistas crearon la CGTP, organizada con
verticalismo y centralización.
El
marxismo orientó la lucha sindical como complemento de la lucha política, bajo
la idea de que el curso de la historia era la industrialización del país y la
proletarización de todos los trabajadores. Si bien esto funcionó con respecto
al trabajador urbano de las principales ciudades, no fue así con el sector
rural ni las ciudades medias. Esta contradicción fue pasada por alto afirmando
que el Perú era un país semifeudal, como para decir que sí o sí se
industrializaría a la larga.
Los
sindicatos fueron disputados por comunistas y apristas durante
algunas décadas. En medio de esa disputa, surgió y se extendió el sindicalismo
agrario, hasta que en los años 60 los campesinos sindicalizados decidieron
dejar de pedir mejoras laborales a sus patrones, y optaron por ocupar las
tierras. No fueron las centrales sindicales quienes orientaron esta lucha, sino
algunos militantes trotskistas y de otros sectores marginales dentro de la
izquierda.
Esta
lucha triunfó y transformó al país, pero nuevamente la izquierda prefirió sus
dogmas antes que aprender de la experiencia. La corriente maoísta propuso la
guerra popular y un partido nos llevó a una guerra civil que terminó
destrozando al movimiento popular más que a la clase dirigente. Esta llamó
terrorismo a los “guerreristas” de SL, y con el tiempo extendió el término para
calificar a todo el que planteara reformas sociales.
Tras
25 años de neoliberalismo, el obrero industrial es un sector reducido, incluso
todos los trabajadores asalariados no llegan a conformar una mayoría. Un gran
sector somos trabajadores precarios, de múltiples formas. Sin embargo, la
izquierda sigue apostando por el “proletariado” como actor histórico primordial
(forzando incluir a la burocracia en dicho sector) y sigue controlando las
centrales sindicales, que a pesar de ser casi simples aparatos, son las únicas
que pueden movilizar gente orgánicamente en las ciudades.
Algunas
lecciones de esta historia que se me ocurren en el momento:
- Un
sector bien organizado puede lograr un triunfo nacional, aun siendo
cuantitativamente pequeño. Y ese triunfo puede abrir las puertas para diversas
luchas.
- Los
trabajadores han logrado triunfos cuando priorizan una demanda social antes que
una propuesta política. Cuando luchan por una conquista concreta, aun
desafiando los dogmas de sus dirigentes.
- A
pesar de eso, son fácilmente seducidos por discursos que suenen bien
elaborados, y más si vienen amparados por experiencias en otros países (aun
cuando lo que conozcamos de dichas experiencias sólo es lo que cuentan los
mencionados discursos).
-
Haber olvidado la historia del triunfo de 1919, hace que no reparemos en que
ese logro fue producto de un largo proceso.
Hoy,
parece que la nostalgia es lo que mueve al movimiento sindical. No hay una
“experiencia rusa” que sirva de faro guía, pero los pocos trabajadores
organizados siguen controlados por la misma orientación. ¿Es posible organizar
a los precarios?, ¿o a cada sector de ellos?, ¿cómo interactuar con los
trabajadores organizados?, ¿cómo interactúan todos estos a su vez con los
movimientos indígenas y campesinos?, ¿qué tipo de organización necesitamos?,
¿qué podemos aprender de los obreros y artesanos anarcosindicalistas de hace
100 años?
No se
trata de emularlos, ni en acciones ni en doctrina. Ellos se organizaron por
necesidad y con la esperanza de construir un mundo nuevo, pero partiendo por
solucionar sus necesidades inmediatas. También fue lo mismo con la rebelión
campesina de los 60’, y con todas las rebeldías y triunfos –aunque chicos- en
estos 100 años. Eso debería indicarnos un derrotero, en vez de seguir pidiendo
que algún gobierno solucione las cosas, en vez de seguir intentando emular
experiencias pasadas o extranjeras.
Pero
hasta ahora, nuestros esfuerzos por organizarnos desde la autonomía, la autogestión
y la horizontalidad, han sido intentos incompletos. Hay más activistas de
pérformance, de likes y de currículo que construcciones colectivas, sean del
modo que sean. Por eso, ojalá que conocer este centenario nos ayude a encontrar
el camino más útil en estos momentos, con la ventaja de no repetir los errores
del pasado.
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