miércoles, 27 de mayo de 2020

Sal de casa (un cuento para un presente distópico)


No recuerdo si ayer amaneció con la misma lluvia, esas lluvias que no son ni suaves ni fuertes, que golpean la ventana moderadamente, el único ruido que se puede escuchar en este barrio. No recuerdo si ayer fue igual, la monotonía de los días hace que los confunda. Ya son cuatro meses de cuarentena, el gobierno dice que esta vez será menor, que el tiempo cerrado pasará pronto.
En nuestra vida existen sólo dos tiempos. Uno abierto, en el que podemos salir y recorrer barrios y poblados diferentes, en el que podemos visitar y compartir espacio real con nuestros semejantes. Sin dejar las máscaras y respetando la distancia, a menos que el día tenga luz verde y podamos contemplar la sonrisa de quien queremos, y que podamos reunirnos en una casa a celebrar la vida tal como era antes de la pandemia.
Luego viene el tiempo cerrado, un nuevo brote en cualquier lugar del mundo activa la alerta roja, el gobierno mundial invoca el tiempo cerrado y todos a recluirnos a nuestras casas. Allí vivimos conectados a las redes virtuales, que es el único lugar donde ahora trabajamos. Los sistemas de abastecimiento se han perfeccionado este año, el gran dador de comida suministra todos los espacios, le llamamos Papa Noel en recuerdo a una antigua creencia. El gran dador es un consorcio público-privado global, el único con autorización para comerciar alimentos.
Un lejano recuerdo de infancia vuelve a mis sueños de vez en cuando, un campo agrícola y nosotros corriendo descalzos por el campo, pequeños y frágiles, a  merced del mundo todo. Antes de que los virus y los miedos inundaran el planeta y pusieran todo bajo control del gobierno global.
Hoy no podría recorrer esos campos, están infestados de animales salvajes que podrían transmitirme un virus desconocido. Después de todo, dicen que así se inició este nuevo tiempo. Algunos niños me preguntan a veces si todo lo que les cuento no son simples relatos míos, si realmente hubo un mundo libre antes de que ellos nacieran. No estoy seguro de que lo haya habido, pero al menos, con libertades restringidas y todo, era un mundo en el que podíamos respirar la naturaleza, con todos sus peligros y sus regalos.
Un mensaje nuevo. Es ella nuevamente, ya son varios días que se repite el mensaje y la voz robótica detrás de la máscara insiste: “sal de casa. Libérate”. El gobierno nacional dice que ya ha rastreado la pista de estos mensajes, que tiene ubicado al responsable. Pero son varios días y no lo atrapan. No sé qué tan bien funcionen los sistemas de rastreo sincronizado, pero yo siento que él es un ella, si desde eso comienzan mal, entiendo por qué aún no la atrapan.
Recuerdo que en un país al otro lado del mundo se dio un caso similar hace poco, un grupo anarquista convocó a una revuelta que consistía en salir de casa y adentrarse en el campo, llevando sólo cosas necesarias. El ejército fue a impedirlo y corrió la noticia de que fueron exterminados por resistir a la autoridad. Sin embargo, ha circulado el rumor de que lograron fugar y viven ocultos en lo profundo de un bosque.
Los mensajes empezaron a llegar a la semana. No hay relación entre un caso y otro. Pero yo siento en ellos cierta familiaridad, como si pudiese reconocer a quien aparece en el mensaje. Recuerdo que hubo un tiempo en el que nos burlábamos de la posibilidad de que toda la vida llegase a ser controlada digitalmente, recuerdo a una jovencita insistiendo en eso y en la necesidad de prepararnos antes de que sucediera. Mi corazón piensa que es ella la de los mensajes, pero mi cerebro sabe que aquella falleció en una de las primeras epidemias.
Nuevo mensaje. “Es ahora”, dice, y siento nuevamente un combinado de recuerdos. Hace algunos años mi hijo me dijo que deseaba rebelarse y salir al mundo externo. Era aún pequeño, sonaba a ocurrencia infantil. Hasta que una de las epidemias se lo llevó junto a toda la familia. Quedé solo y me especialicé en la vida animal, la que estudié desde los más modernos elementos tecnológicos, que permiten observar especies sin necesidad de tenerlas cerca. Entonces dudo, ¿por qué no?, ya estoy viejo, morir pronto no haría la diferencia en mi caso.
Entonces tomo una decisión alocada por primera vez en mi vida y salgo a la calle en pleno tiempo cerrado. Está atardeciendo, oigo el sonido lejano de algún destacamento militar. Camino lentamente cruzando el barrio, avanzo rumbo a lo que alguna vez fue un parque anexo de la ciudad, que ahora está cercado para evitar el ingreso de las fieras.
Noto que somos varias personas las que hemos llegado al lugar. Un jovencito se quita la máscara y respira profundo. “Es ahora” dice, y saca de sus bolsillos una herramienta que desconozco, corta la reja e ingresa al bosque. La gente titubea en seguirlo, alguien grita “saqueo” señalando un almacén cercano. “No”, replica una señora que debe tener mi misma edad, “sería ir a la mira de los cañones”. Y los cañones ya se han ubicado en la fachada del comercio, poniéndonos en su mira. Antes de oír los gritos de advertencia, ya estamos dentro del bosque, sentimos ráfagas de tiros cayendo cercanas, destrozando los tupidos árboles que cruzáramos hace poco.
Entonces oigo la voz de ella. “Aquí empieza nuevamente la historia”, dice, con esa voz robótica que sale de alguno de nuestros dispositivos. No sé a dónde vamos, no sé si estamos preparados para sobrevivir a los animales que nos topemos, no sé si lograré reconocerlos a pesar de mis lecciones cibernéticas sobre variedad de especies. “Por eso estás acá”, me dice el joven sin máscara. Entiendo que me llamaron por mi experiencia en reconocimiento de especies de la zona, aunque esa habilidad la haya desarrollado sólo teóricamente.
El dispositivo de la señora recibe noticias, la ciudad se ve devastada por una ola de saqueos, hay intervención militar armada por todos lados. Se escucha una voz que dice “el gobierno espera tener controlada la ciudad en 4 horas, no recurrirá a apoyos del ejército mundial, pero fuentes extraoficiales indican que ya se vienen desplegando destacamentos internacionales que esperan llegar en menos de una hora”.
“Sabíamos que pasaría” dice una joven, “no podíamos evitar que sucediera. La gente está cansada”. Y mientras anochece, proseguimos nuestra marcha al rumbo desconocido que la voz rebelde ha indicado. No sé si estaremos seguros o si alguna enfermedad nos aniquilará, pero alguien tenía que hacer este intento. No podemos seguir viviendo cerrados.

Roberto Ojeda Escalante

domingo, 17 de mayo de 2020

Sin agricultores no resistimos


Hasta antes de esta cuarentena, por hace casi 8 años la mayoría de los alimentos que llegaban a casa eran de pequeños agricultores que cultivaban natural, hemos compartido diversas historias con ellas y ellos. Con la cuarentena, ante la falta de transporte privado y por acuerdo con sus comunidades, varios de ell@s decidieron no salir y cerrarse dentro de la comunidad, guardar sus alimentos (pues podían secarlos o guardarlos por algún tiempo) y así puedan seguir haciendo sus actividades cotidianas sean de la chacra, crianza de animales, etc., y sin estar expuestos a riesgos de enfermarse.
Cuando me enteré de esta decisión en un principio me extrañó, con los días fui entendiendo y ahora aún más, que si los sistemas de salud colapsan en las ciudades, que se suponen están mejor implementadas, en las zonas rurales la historia es mucho peor porque no cuentan con suficiente personal, ni medicinas, las comunidades están bastante distanciadas y con caminos bastante accidentados para evacuar o atender pacientes de emergencia, y varias razones que te hacen pensar que realmente fue la mejor decisión.
Supongo que ellas y ellos, están mucho mejor que muchas personas en la ciudad, porque comida no les falta, siguen realizando sus actividades, así que tiempo tampoco les sobra. Es más se deben estar dando cuenta que el azúcar, el fideo y el arroz no eran necesarios (bueno, eso es lo que espero).
Y en casa al ver que las temporadas de cuarentena se alargaban, y nuestras caseras y caseros no llegarían, decidimos comprar algunos alimentos que ya nos estaban faltando, siempre intentando buscar que sean de agricultores, ya no sabíamos si eran naturales pero al menos le comprábamos a alguien de forma directa. De las pocas cosas que compramos, nos resultó imposible no compararlas con el sabor y textura de los alimentos que adquiríamos de productores naturales. Y sí, realmente lo natural no sólo era más sano por no tener químicos sino también sabroso en su esencia (pues no requiere tanto condimento o adicionales y se puede comer puro), y por si fuera poco no está dañando a la tierra ni a otros seres, al contrario son alimentos que siguen conviviendo con la naturaleza.
Supongo que por esa y otras razones, con otras compañeras nos animamos a armar una red de productores naturales que puedan llegar a nuestras zonas, de a pocos estamos conociendo más agricultores y pecuarios, hemos encontrado alimentos sumamente buenos; pero básicamente son las y los productores que cuentan con movilidad propia y medios que les faciliten obtener los permisos correspondientes para transitar en Cusco y por supuesto cuidarse de cualquier contagio.
Pero vuelvo nuevamente a las y los compañer@s que han decidido no salir de sus comunidades. ¿Qué tanto realmente hemos valorado la comida que nos estaban brindando? ¿Qué tanto hemos pagado lo justo por todo su esfuerzo para cultivar por meses de forma natural y encima traerlos a Cusco en condiciones muchas veces bastante incomodas e inseguras para ell@s? ¿Qué tanto los cuidamos para que puedan seguir dándonos vida a través de sus alimentos?
Y si nos ponemos en una situación hipotética, que ell@s ante tantos años de olvido, de menosprecio, de desvalorización a su labor, decidieran sólo producir para su consumo y no vender ningún alimento. Y claro que lo podrían hacer pues viven en territorios comunales que tienen su propia jurisdicción y legalidad, nadie los podría obligar.  ¿Qué pasaría con nosotros? ¿Nos abastecería la agroindustria, muchas veces llena de agrotóxicos, y los alimentos procesados con insumos importados y aditivos químicos?, ¿nos alimentarían de verdad?
La verdad no creo que eso pase, y espero que no. Pero lo planteo porque realmente no estamos valorando lo que nos han dado por años y años.
En estos momentos a esas comunidades deberían ir camiones del gobierno con todas las medidas de seguridad para comprarles sus alimentos al precio real y justo (no mal baratado) y distribuirlos o venderlos en las ciudades, y así también motivarlos a que sigan trabajando para que tengamos más comida los próximos meses. Debemos entender que la buena comida no sale de un día para otro, son meses de cultivo y hasta 1 año, como en el caso del tarwi para poner un ejemplo.
Por supuesto que están alternativas como los mercados móviles o itinerantes desde algunos ámbitos del gobierno que son muy buenas, pero no podrían llegar a tod@s y aún más cuando vari@s han decidido no salir de sus zonas.
Y nosotros como consumidores, desde abajo, también nos toca reaprender nuevas formas para abastecernos y no exponerl@s, que más bien los cuiden y valoren, pues los necesitamos para seguir resistiendo y viviendo. No podemos pedir que vengan todos los días porque se estarían exponiendo demasiado, más bien organicémonos para juntar pedidos y que vengan una vez a la semana, o una sola vez al mes, dependiendo de los alimentos que tengan. Aprendamos a abastecernos como lo hubieran hechos nuestr@s antepasados, adaptemos nuestras dietas a las y los alimentos de temporada, a lo que ell@s producen. En lugar de seguir comprando arroz y azúcar al supermercado, que en varios casos vienen de deforestación de la Amazonía o de monopolios que explotan a sus trabajadores, compremos papa que ahorita es su temporada, para poner tan sólo un ejemplo.
Si empezamos a pensar así no sólo estamos ayudando a una persona, sino que nos estamos ayudando tod@s los seres humanos y no humanos, y estamos aprendiendo a volver a convivir con la naturaleza.

Claudia Palomino Valdivia